
Durante años, la oposición sistemática a la minería ha dejado a nuestro país en un estancamiento económico preocupante. Mientras otras naciones han aprovechado sus recursos naturales para industrializarse, generar empleo y diversificar su economía, aquí hemos visto cómo la falta de inversión privada ha profundizado nuestra dependencia de los recursos del Estado. Hoy, con una infraestructura esencial limitada y pocas industrias competitivas, es momento de preguntarnos: ¿cuánto más podemos darnos el lujo de decirle «no» a la minería?
El costo de decir «no a la minería»
Cada proyecto minero rechazado no es solo una mina que no se abre, sino cientos de empleos que no se crean, millones en inversión que se pierden y decenas de pymes que nunca surgen. La minería moderna, con altos estándares ambientales y tecnológicos, no solo extrae minerales, sino que dinamiza economías regionales, construye caminos, lleva energía a zonas aisladas y fomenta cadenas de valor.
Un solo proyecto minero puede generar miles de puestos de trabajo directos e indirectos, desde ingenieros hasta proveedores de servicios. Además, impulsa la creación de pequeñas y medianas empresas (pymes) que abastecen desde alimentos hasta maquinaria especializada. Estas empresas, una vez establecidas, pueden diversificarse y crecer más allá del sector minero, generando un tejido productivo más sólido.
Empleo y desarrollo local
¿Y el Estado? No puede hacerlo todo
Hoy, el Estado es el único que financia rutas, hospitales y escuelas en muchas provincias, pero sus recursos son limitados. La minería responsable puede ser un aliado clave, aportando regalías e impuestos que permitan invertir en educación, salud e infraestructura sin depender exclusivamente de los contribuyentes.
Es hora de dejar atrás los prejuicios y debatir con información. La minería no es la única solución, pero sí una oportunidad que no podemos seguir desperdiciando. ¿Y por qué no?